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Claro que no niego que en Inglaterra se vendan. Pero no se conservan. Al cabo de tres meses, las clases de té que he visto en Londres se convierten en paja. -Creo que se equivoca -dijo un hombre de Hanchow-. La experiencia me dice que los tés indios se conservan mejor que los nuestros, y con gran ven taja. Pero -añadió, volviéndose hacia mí-, si pudiésemos tan sólo conseguir que el gobierno de China eliminase los impuestos aduaneros, podríamos aniquilar el té indio y todos los tés emparentados con él. Podríamos ofrecer té en Mincing Lane a tres peniques la libra. No, no adulteramos nuestros tés. Ése es uno de sus trucos en la India. Los conseguimos tan puros como los suyos; cada caja que se abre es tan buena como la muestra. -Entonces, ¿pueden ustedes confiar en sus proveedores indígenas? -interrumpí. -¿Confiar en ellos? Claro que podemos -incidió el mercader de Fuchow-. En China no hay jardines de té tal como usted los concibe. Los campesinos cul tivan el té, y los compradores se lo compran al contado en cada estación. Uno puede dar a un chino cien mil dólares y decirle que los convierta en té del tipo que a uno le conviene; el té será como la muestra. El hombre, claro está, puede ser un bribón de siete suelas en muchos aspectos, pero sabe que no le conviene hacer tonterías con una empresa inglesa. A uno le llega el té; mil medias cajas, digamos. Uno abre tal vez cinco, y el resto van a Inglaterra sin ser revisadas. Pero todas son iguales a la muestra. Así se hacen los negocios. El chino es un mercader nato y un hombre de temple. Me gusta en lo que toca a los negocios. El japonés no sirve para nada. No es hombre capaz de manejar cien mil dólares. Muy posiblemente huiría con ellos... o al menos lo intentaría. -El japonés no tiene madera para los negocios. Dios sabe que odio a los chinos -dijo una voz desde detrás de una humareda de tabaco-, pero se pueden hacer negocios con ellos. El japonés es un insignificante mercachifle que no ve más allá de sus narices. Pidieron bebida y contaron historias, aquellos mercaderes de China; historias de dinero, de balas y cajas de té, pero en todas sus historias había un sesgo implícito favorable a la aptitud indígena que, aun admitiendo las peculiaridades de China, resulta sorprendente. «El comprador hizo esto; Ho Wang hizo aquello; un sindicato de banqueros hizo aquello 58 Silueta. En francés en el original. 59 «Nuestro» o «Nosotros», en mayúscula, aquí y en lo sucesivo alude a los ingleses. Librodot Viaje al Japón Rudyard Kypling otro», y así todo. Me pregunté si una cierta indiferencia señorial en cuanto a los detalles tenía algo que ver con las rarezas y las fluctuaciones de calidad en los mercados del té de China, que se producen a pesar de todo lo que aquellos hombres decían en sentido contrario. Además, los mercaderes hablaban de China como un país donde se hacen fortunas, un país que sólo espera a ser abierto para devolver ciento por uno. Me hablaron del gobierno inglés, que ayudaba al comercio privado, de manera amable y discreta, para lograr una influencia más firme sobre los contratos del Departamento de Obras Públicas que ahora escapan al extranjero. Era agradable oír eso. Pero lo más extraño de todo era el tono de esperanza y casi de satisfacción que henchía sus palabras. Eran hombres acomodados que ganaban dinero, y les gustaba su modo de vivir. Ya saben ustedes que, cuando dos o tres de Nosotros nos reunimos en nuestro país estéril y pobre, gemimos a coro y nos desconsolamos. El civil, el militar y el mercader son todos iguales en eso. El primero está abrumado de trabajo y arruinado por el cambio de moneda, el segundo es un mendigo encuadrado en una fuerte organización, y el tercero un don nadie que está siempre en desacuerdo con aquello que él considera un gobierno académico. Sabía, de algún modo, que Nosotros éramos una comunidad siniestra y miserable en la India, pero sólo conocí la medida de Nuestra caída cuando escuché a hombres que hablaban de for- tunas, éxito, dinero, y del placer, la buena vida y los frecuentes viajes a Inglaterra que ese dinero permite. No parecía que sus amigos muriesen a una velocidad innatural, y su riqueza les permitía soportar con tranquilidad las calamidades del Intercambio. Sí; nosotros, los de la India, somos gente desdichada. Muy temprano, al alba, antes de que los gorriones se despertasen en sus nidos, un sonido en el aire me sacó, asustado, de mi virtuoso sueño. Era un murmu llo balbuceante, muy profundo y completamente extraño. «Es un terremoto, y la ladera de la colina em- pieza a deslizarse», me dije, adoptando medidas de defensa. El sonido se repitió una y otra vez hasta que llegué a la conclusión de que, si era precursor de un terremoto, el asunto se había detenido a mitad de camino. Durante el desayuno hubo gente que dijo: «Era la gran campana de Kyoto, justo al lado del hotel, un poco más arriba en la colina.
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