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en el anciano la vuelta de sus dolores f�sicos y morales. Chabert se encaminó hacia el
kiosco por la puerta del parque, caminando lentamente como hombre anonadado. Para
�l no hab�a, pues, ni paz ni tregua. Desde aquel momento era preciso comenzar con
aquella mujer la guerra odiosa de que le hab�a hablado Derville, era necesario entrar en
una vida de procesos, alimentarse de hiel y beber cada ma�ana un c�liz de amargura.
Adem�s, �pensamiento horrible! �dónde encontrar el dinero necesario para pagar las
costas de las primeras instancias? El pobre militar sintió tan gran horror � la vida, que si
hubiera tenido en aquel momento una pistola, se hubiera levantado la tapa de los sesos.
Despu�s se apoderó de �l la incertidumbre de ideas que, desde su conversación con
Derville en casa del vaquero, hab�an cambiado su moral. Por fin, llegado ante el kiosco,
subió � la habitación que ocupaba su mujer, � la cual encontró sentada en una silla. La
condesa examinaba el paisaje y afectaba una actitud llena de calma, ostentando esa
impenetrable fisonom�a que saben tomar las mujeres determinadas � todo; se enjugó los
ojos como si hubiese derramado l�grimas, y con gesto distra�do se puso � jugar con la
cinta color de rosa de su cintura. Sin embargo, � pesar de su aparente seguridad, no
pudo menos de estremecerse al ver en su presencia � su venerable bienhechor, de pie,
con los brazos cruzados, el rostro l�vido y la frente severa.
 Se�ora, dijo despu�s de haberla mirado fijamente durante un momento y
despu�s de haberla hecho enrojecer, no la maldigo � usted, la desprecio. Ahora, doy
gracias � la casualidad que nos ha desunido. Yo no la amo y ni siquiera siento deseos de
venganza. No quiero nada suyo. Viva usted tranquila confiada en mi palabra, que vale
m�s que los garrapatos de todos los notarios de Par�s. No reclamar� nunca el nombre
que, sin duda, le ha honrado. En lo sucesivo yo no soy m�s que un pobre diablo llamado
Jacinto, que sólo exigir� su vida. Adiós.
 La condesa se arrojó � los pies del coronel y quiso detenerle cogi�ndole por
las manos, pero aqu�l la rechazó con disgusto, dici�ndole:
 �No me toque usted!
La condesa hizo un gesto inexplicable cuando oyó el ruido de los pasos de su
marido. Despu�s, con la profunda perspicacia que comunica la excesiva perversidad ó el
feroz ego�smo del mundo, creyó que podr�a vivir en paz con la promesa y el desprecio
de aquel leal soldado.
Chabert desapareció en efecto. El vaquero hizo quiebra y se hizo cochero de
cabriol�. El coronel sin duda se dedicó al principio � alguna industria del mismo g�nero.
Acaso, semejante � una piedra lanzada � un abismo, fue de cascada en cascada a
abismarse en ese montón de andrajos que pulula a trav�s de las calles de Par�s.
Seis meses despu�s de ocurrido esto, Derville, que no oyó ya hablar m�s del
coronel Chabert y de la condesa Ferraud pensó que acaso habr�a habido entre ellos una
transacción y que, por venganza, la condesa habr�a hecho que se llevara � cabo en otro
estudio. Entonces, una ma�ana el procurador sumó las cantidades que hab�a entregado �
Chabert, le a�adió las costas y rogó � la condesa Ferraud que reclamase al se�or conde
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Librodot El Coronel Chabert Honorato de Balzac
Chabert el importe de aquella cuenta, suponiendo que �sta sabr�a el lugar en que se
encontraba su primer marido.
Al d�a siguiente por la ma�ana, el administrador del se�or conde Ferraud,
nombrado recientemente presidente del tribunal de primera instancia de una ciudad
importante, escribió � Derville esta desconsoladora carta:
�Caballero: La se�ora condesa Ferraud me encarga que le advierta que su cliente
hab�a abusado indignamente de su confianza, y que el individuo que dec�a ser el conde
Chabert ha reconocido que hab�a tomado indebidamente un falso nombre.
�Sin m�s, se repite, etc.
�DELBECQ.�
 A decir verdad, hay gentes demasiado est�pidas, exclamó Derville. Ahora sea
usted humano, generoso, fil�ntropo y procurador, para que le revienten. He aqu� un
negocio que me cuesta m�s de dos mil francos.
Alg�n tiempo despu�s de recibir esta carta, Derville, buscando en la audiencia
un abogado, entró en la sala sexta en el momento en que el presidente condenaba � dos
meses de prisión como vagabundo � un tal Jacinto y ordenaba que fuese conducido
inmediatamente al depósito de mendicidad de San Dionisio, sentencia esta que, seg�n la
jurisprudencia de los prefectos de polic�a, equivale � una detención perpetua. Al o�r el
nombre de Jacinto, Derville miró al delincuente, que permanec�a sentado entre dos
gendarmes en el banco de los acusados, y reconoció en la persona del condenado � su
falso coronel Chabert. El veterano permanec�a tranquilo, inmóvil y casi distra�do. A
pesar de sus andrajos, � pesar de la miseria que se pintaba en su rostro, no dejaba de
verse en �l cierta noble arrogancia. Su mirada ten�a una expresión de estoicismo que un
magistrado no debiera dejar de ver; pero tan pronto como un hombre cae en manos de la
justicia, deja de ser ya un ser moral, y es �nicamente una cuestión de derecho ó de
hecho, de igual modo que � los ojos de los estadistas pasa � ser �nicamente una cifra.
Cuando el soldado fue conducido � la escriban�a para ser llevado despu�s con el resto de
los vagabundos que se juzgaban en aquel momento, Derville usó del derecho que tienen [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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