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decirle dónde se alojaban. -¡Oh!, lo he adivinado -replicó León. -¿Cómo? Él pretendió haber sido guiado hacia ella al azar, por un instinto. Ella empezó a sonreír, y pronto, para reparar aquella tontería, León contó que se había pasado la mañana buscando por todos los hoteles de la ciudad. --¿Se ha decidido a quedarse? -añadió él. -Sí -dijo ella-, y me he equivocado. No hay que acostumbrarse a placeres que no podemos permitirnos cuando tenemos a nuestro alrededor mil exigencias... -¡Oh!, me imagino... -Pues usted no puede imaginárselo porque no es una mujer. Pero los hombres tenían también sus preocupaciones y la conversación se encaminó a algunas reflexiones filosóficas. Emma se extendió largamente sobre la miseria de los afectos terrestres y el eterno aislamiento en que el corazón permanece encerrado. Para hacerse valer, o por una imitación ingenua de aquella melancolía que provocaba la suya, el joven declaró que se había aburrido prodigiosamente durante todo el tiempo de sus estudios. El Derecho procesal le irritaba, le atraían otras vocaciones, y su madre no dejaba de atormentarle a todas horas. Ellos precisaban cada vez más los motivos de su dolor, y cada uno, a medida que hablaba, se exaltaba un poco en esta confidencia progresiva. Pero a veces se paraban a exponer completamente su idea, y entonces trataban de imaginar una frase que, sin embargo, pudiese traducirla. Emma no confesó su pasión por otro; León no dijo que la había olvidado. Quizás él ya no se acordaba de sus cenas después del baile con mujeres vulgares, y ella no se acordaba, sin duda, de las citas de antaño, cuando corría por la mañana entre la hierba ha cia el castillo de su amante. Los ruidos de la ciudad apenas llegaban hasta ellos; y la habitación parecía pequeña, muy a propósito para estrechar más su intimidad. Emma, vestida con una bata de bombasí(1), apoyaba su moño en el respaldo del viejo sillón; el papel ama rillo de la pared hacía como un fondo de oro detrás de ella; y su cabeza descubierta se reflejaba en el espejo con la raya Blanca al medio y la punta de sus orejas que sobresalían bajo sus bandós. 1. Cierta tela gruesa de algodón, con pelo. -Pero, perdón --dijo ella-, hago mal, ¡le estoy aburriendo con mis eternas quejas! -No, ¡nunc a!, ¡nunca! -¡Si usted supiera -replicó Emma, levantando hacia él sus ojos de los que se desprendía una lágrima- todo lo que yo he soñado! -Y yo, ¡oh!, yo he sufrido mucho. Muchas veces salía, me iba, me paseaba por las avenidas, paseos, muelles, aturdiéndome con el ruido de la muchedumbre sin poder desterrar la obsesión que me perseguía. Hay en el bulevar, en una tienda de estampas, un grabado italiano que representa una Musa. Viste una túnica, y está mirando la luna, con miosotis en su pelo suelto. Algo me empujaba hacia a11í incesantemente; allí permanecía horas enteras. Después, con una voz temblorosa: -Se le parecía un poco. Madame Bovary volvió la cabeza para que él no viese la irresistible sonrisa que sentía asomársele. -Frecuentemente -replicó él- le escribía cartas que luego rompía. Ella no respondía. Él continuó: -A veces me imaginaba que una casualidad la traería a usted aquí. Creía reconocerla en la esquina de las calles, y corría detrás de todos los coches en cuya portezuela flotaba un chal, un velo parecido al suyo... Ella parecía decidida a dejarle hablar sin interrumpirle. Cruzando los brazos y bajando la cara, contemplaba la lazada de sus zapatillas y hacía en su raso pequeños movimientos a intervalos con los dedos de su pie. Sin embargo, suspiró: -Lo que es más lamentable, verdad es arrastrar como yo una vida inútil. Si nuestros dolores pudieran servir a alguien nos consolaríamos en la idea del sacrificio. León se puso a alabar la virtud, el deber y las inmolaciones silenciosas pues él mismo tenía un increíble deseo de entrega que no podía saciar. -Me gustaría mucho -dijo ella- ser una religiosa de hospital. -¡Ay! -replicó él-, los hombres no tienen esas misiones santas, yo no veo en ninguna parte ningún oficio..., a no ser quizás el de médico... Con un encogimiento ligero de hombros, Emma le interrumpió para quejarse de su enfermedad en la que había estado a la muerte; ¡qué lástima!, ahora ya no sufriría más. León enseguida envidió la «paz de la tumba», a incluso una noche escribió su testamento recomendando que le enterrasen con aquel cubrepiés con franjas de terciopelo que ella le había regalado, pues es así como hubieran querido estar uno y otro, haciéndose un ideal al cual ajustaban ahora su vida pasada. Además, la palabra es un laminador que prolonga todos los sentimientos. Pero ante aquel invento de la colcha, dijo ella: ---¿Por qué? --¿Por qué? Él vacilaba. -¡Pórque yo a usted la he querido mucho! Y felicitándose por haber vencido la dificultad, León, con el rabillo del ojo, miraba la cara que ponía Emma. Fue como el cielo, cuando una ráfaga de viento barre las nubes. El montón de pensamientos tristes que los ensombrecía pareció retirarse de sus ojos azules; toda su cara resplandeció de felicidad. León esperaba. Por fin Emma respondió:
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