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esa gente sin conciencia, que llena de carne enferma y podrida la tierra. Recuerdo una
criada de mi casa; se casó con un idiota borracho, que no podía sostenerse a sí mismo
porque no sabía trabajar. Ella y él eran cómplices de chiquillos enfermizos y tristes, que
vivían entre harapos, y aquel idiota venía a pedirme dinero creyendo que era un mérito
ser padre de su abundante y repulsiva prole.
La mujer, sin dientes, con el vientre constantemente abultado, tenía una indiferencia
animal para los embarazos, los partos y las muertes de los niños. ¿Se ha muerto uno?
Pues se hace otro, decía cínicamente. No, no debe ser lícito engendrar seres que vivan
en el dolor.
 Yo creo lo mismo.
 La fecundidad no puede ser un ideal social. No se necesita cantidad, sino calidad.
Que los patriotas y los revolucionarios canten al bruto prolífico, para mí siempre será un
animal odioso.
 Todo eso está bien  murmuró Andrés ; pero no resuelve mi problema. ¿Qué le
digo yo a ese hombre?  Yo le diría: Cásese usted si quiere, pero no tenga usted hijos.
Esterilice usted su matrimonio.
 Es decir, que nuestra moral acaba por ser inmoral. Si Tolstoi le oyera, le diría: Es
usted un canalla de la facultad.
 ¡Bah! Tolstoi es un apóstol y los apóstoles dicen las verdades suyas, que
generalmente son tonterías para los demás. Yo a ese amigo tuyo le hablaría claramente;
le diría: ¿Es usted un hombre egoísta, un poco cruel, fuerte, sano, resistente para el
dolor propio e incomprensivo para los padecimientos ajenos? ¿Sí? Pues cásese usted,
tenga usted hijos, será usted un buen padre de familia... Pero si es usted un hombre
impresionable, nervioso, que siente demasiado el dolor, entonces no se case usted, y si
se casa no tenga hijos.
Andrés salió de la azotea aturdido. Por la tarde escribió a Iturrioz una carta
diciéndole que el artrítico que se casaba era él.
II.- La vida nueva
A Hurtado no le preocupaban gran cosa las cuestiones de forma, y no tuvo ningún
inconveniente en casarse en la iglesia, como quería doña Leonarda. Antes de casarse
llevó a Lulú a ver a su tío Iturrioz y simpatizaron.
Ella le dijo a Iturrioz.
 A ver si encuentra usted para Andrés algún trabajo en que tenga que salir poco de
casa, porque haciendo visitas está siempre de un humor malísimo.
Iturrioz encontró el trabajo, que consistía en traducir artículos y libros para una
revista médica que publicaba al mismo tiempo obras nuevas de especialidades.
 Ahora te darán dos o tres libros en francés para traducir  le dijo Iturrioz ; pero
vete aprendiendo el inglés, porque dentro de unos meses te encargarán alguna
traducción en este idioma y entonces si necesitas te ayudaré yo.
 Muy bien. Se lo agradezco a usted mucho.
Andrés dejó su cargo en la sociedad  La Esperanza . Estaba deseándolo; tomó una
casa en el barrio de Pozas, no muy lejos de la tienda de Lulú.
Andrés pidió al casero que de los tres cuartos que daban a la calle le hiciera uno, y
que no le empapelara el local que quedase después, sino que lo pintara de un color
cualquiera.
Este cuarto sería la alcoba, el despacho, el comedor para el matrimonio. La vida en
común la harían constantemente allí.
 La gente hubiera puesto aquí la sala y el gabinete y después se hubieran ido a
dormir al sitio peor de la casa  decía Andrés.
Lulú miraba estas disposiciones higiénicas como fantasías, chifladuras; tenía una
palabra especial para designar las extravagancias de su marido.
 ¡Qué hombre más ideático!  decía.
Andrés pidió prestado a Iturrioz algún dinero para comprar muebles.
 ¿Cuánto necesitas?  le dijo el tío.
 Poco; quiero muebles que indiquen pobreza; no pienso recibir a nadie.
Al principio doña Leonarda quiso ir a vivir con Lulú y con Andrés; pero éste se
opuso.
 No, no  dijo Andrés ; que vaya con tu hermana y con don Prudencio. Estará
mejor.
 ¡Qué hipócrita! Lo que sucede es que no la quieres a mamá.
 Ah, claro. Nuestra casa ha de tener una temperatura distinta a la de la calle. La
suegra sería una corriente de aire frío. Que no entre nadie, ni de tu familia ni de la mía.
 ¡Pobre mamá! ¡Qué idea tienes de ella!  decía riendo Lulú.
 No; es que no tenemos el mismo concepto de las cosas; ella cree que se debe
vivir para fuera y yo no.
Lulú, después de vacilar un poco, se entendió con su antigua amiga y vecina la
Venancia y la llevó a su casa. Era una vieja muy fiel, que tenía cariño a Andrés y a
Lulú.
 Si le preguntan por mí  le decía Andrés , diga usted siempre que no estoy.
 Bueno, señorito.
Andrés estaba dispuesto a cumplir bien en su nueva ocupación de traductor.
Aquel cuarto aireado, claro, donde entraba el sol, en donde tenía sus libros, sus
papeles, le daba ganas de trabajar.
Ya no sentía la impresión de animal acosado, que había sido en él habitual. Por la
mañana tomaba un baño y luego se ponía a traducir.
Lulú volvía de la tienda y la Venancia les servía la comida.
 Coma usted con nosotros  le decía Andrés.
 No, no.
Hubiera sido imposible convencer a la vieja de que se podía sentar a la mesa con
sus amos.
Después de comer, Andrés acompañaba a Lulú a la tienda y luego volvía a trabajar
en su cuarto.
Varias veces le dijo a Lulú que ya tenían bastante para vivir con lo que ganaba él,
que podían dejar la tienda; pero ella no quería.
 ¿Quién sabe lo que puede ocurrir?  decía Lulú ; hay que ahorrar, hay que estar
prevenidos por si acaso.
De noche aún quería Lulú trabajar algo en la máquina; pero Andrés no se lo
permitía.
Andrés estaba cada vez más encantado de su mujer, de su vida y de su casa. Ahora
le asombraba cómo no había notado antes aquellas condiciones de arreglo, de orden y
de economía de Lulú.
Cada vez trabajaba con más gusto. Aquel cuarto grande le daba la impresión de no
estar en una casa con vecinos y gente fastidiosa, sino en el campo, en algún sitio lejano.
Andrés hacía sus trabajos con gran cuidado y calma. En la redacción de la revista le
habían prestado varios diccionarios científicos modernos e Iturrioz le dejó dos o tres de
idiomas que le servían mucho.
Al cabo de algún tiempo, no sólo tenía que hacer traducciones, sino estudios
originales, casi siempre sobre datos y experiencias obtenidos por investigadores
extranjeros.
Muchas veces se acordaba de lo que decía Fermín Ibarra; de los descubrimientos
fáciles que se desprenden de los hechos anteriores sin esfuerzo. ¿Por qué no había
experimentados en España cuando la experimentación para dar fruto no exigía más que
dedicarse a ella? Sin duda faltaban laboratorios, talleres para seguir el proceso evolutivo
de una rama de la ciencia; sobraba también un poco de sol, un poco de ignorancia y
bastante de la protección del Santo Padre, que generalmente es muy útil para el alma,
pero muy perjudicial para la ciencia y para la industria.
Estas ideas, que hacía tiempo le hubieran producido indignación y cólera, ya no le
exasperaban. [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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